Toda persona es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad. Es sin duda el más importante pilar del Derecho penal.  Es un derecho fundamental reconocido en nuestra Constitución y también en muchos convenios internacionales (Declaración Universal de los Derechos del Hombre, Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Convención Americana sobre Derechos Humanos, etc.). Pero no siempre ha sido así ni sucede así todavía en algunos países.  

Tras la Revolución francesa la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano recoge en su texto este derecho, cuestionado durante todo el siglo XVIII y XIX, pero ya antes de tal Declaración encontramos antecedentes de la presunción de inocencia en autores británicos (Hobbes, siglo XVII, quien distinguió la prisión preventiva y la prisión como pena tras ser declarado culpable el reo) o italianos (Marqués de Beccaria: “ningún hombre puede ser llamado culpable antes de la sentencia del juez”), y ya antes en la Antigua Roma, en la última época imperial bajo influjo del cristianismo, donde se decía: “satius esse impunitum relinqui facinus nocentis quam innocentem damnari” (es preferible dejar impune al culpable de un hecho punible que perjudicar a un inocente, en el Digesto, De poenis, Ulpiano).

Obviamente, las construcciones modernas de este derecho o garantía fundamental vinculan la presunción de inocencia a una condena firme dictada por un juez imparcial y con arreglo a una actividad probatoria lícita y suficiente que desvirtúe dicha presunción, pero todavía hoy, algo que nos parece normal a los ciudadanos de los países democráticos sigue teñido de oscuridad y lleno de escollos en las legislaciones de muchos estados.